Si alguna vez hubo un Quijote con herramientas en lugar de lanza, fue Eberhard Schulz. Y su caballo fue Isdera, la marca de superautos más artesanal que haya parido Alemania. No buscaba batallas, pero libró una contra todo lo que representa el automóvil del siglo XXI: la masividad, la conectividad, el silencio eléctrico. Isdera era ruido, fierro, exclusividad extrema. Por eso duele su final. Porque no sólo cierra una empresa. Se extingue una forma de entender el auto como artefacto cultural.

Hace unas semanas se confirmó lo que era un secreto a voces en los pasillos de la industria automotriz underground: Isdera presentó su solicitud de insolvencia ante el Tribunal de Distrito de Saarbrücken. Nadie de la marca habló. Nadie quiso dar explicaciones. No hacía falta. El silencio era coherente con una firma que nunca alzó la voz. Isdera no vendía autos. Fabricaba declaraciones de principios.
Fundada en 1982 por Schulz, ex ingeniero de Mercedes-Benz y Porsche, Isdera nunca tuvo vocación de fabricante tradicional. Fue, desde el inicio, un proyecto de culto. No existía red de concesionarios. No había showrooms. No pagaban publicidad. Si alguien quería un Isdera, debía llamar al propio Schulz, convencerlo de que era digno del auto y esperar hasta seis meses a que la máquina se terminara. El precio de entrada superaba ampliamente los 400.000 euros, pero lo que recibías era una escultura con ruedas.
Desde su taller en Leonberg, en el sur de Alemania, salieron apenas cien unidades en más de cuarenta años. Cien. Un número ridículo para cualquier marca, pero perfecto para un fabricante que apostó a la mística antes que al margen de ganancia. Cada unidad era distinta. Cada cliente, un iniciado. Cada modelo, una excentricidad racional.
Isdera alcanzó su cenit creativo en 1993 con el Commendatore 112i. Ya desde el nombre se notaba la ambición: un guiño directo a Enzo Ferrari. Pero este hijo de Schulz era alemán hasta la médula. Equipado con un V12 Mercedes-Benz M120 de 6 litros (el mismo que luego usó el Pagani Zonda), entregaba más de 400 CV y alcanzaba los 340 km/h. Una bala elegante con puertas tipo mariposa, carrocería de fibra de vidrio, coeficiente aerodinámico de 0,306 y una caja manual de seis marchas con sexta personalizada para velocidad terminal.

No fue diseñado para competir. Fue pensado para emocionar. Para acelerar como un misil y frenar como una ópera. Solo se fabricó una unidad. Y eso fue suficiente para convertirse en leyenda.
El Commendatore no estuvo solo. El Imperator 108i fue otra pieza clave del linaje, basada en un prototipo experimental de Mercedes (el CW311), con motor V8 y diseño de ciencia ficción. El Spyder 036i apostó por la ligereza. Y luego estuvo el AK 116i, la criatura más bizarra de la firma: dos motores V8, uno por eje, tracción total y un consumo absolutamente obsceno de 40 litros cada 100 km. No tenía sentido. Y justamente por eso tenía todo el sentido del mundo.
Estos autos no eran herramientas. Eran manifiestos. Pequeños actos de resistencia a una industria que, desde los ’90, comenzó a perder su alma bajo la tiranía del marketing.
Ya en la última década, Isdera intentó aggiornarse. El siglo XXI le pasó por encima con SUV híbridos, plataformas modulares y autos eléctricos que se manejan solos. Schulz había dejado el timón, y la empresa buscó una salida hacia Oriente. En sociedad con las chinas WM Motor y Xinghui Automotive, apostaron a una expansión industrial que incluía un centro de investigación en China y hasta un concept eléctrico: el Commendatore GT.
Pero el espíritu no estaba en el voltaje. La marca que jamás había fabricado en masa no pudo sostener una estructura de volumen. La firma que exigía esperar seis meses por una pieza única no podía jugar en el mundo de la inmediatez. Y el intento terminó como empiezan las despedidas: en silencio.
Hoy Isdera es historia. Pero también es leyenda. Sus autos no se verán en autopistas ni en TikTok. Estarán en galerías privadas, en garajes ocultos, en subastas millonarias donde un solo rugido basta para volver a creer. Serán discutidos en foros de nicho, en podcasts de fanáticos, en videos de youtubers que analizan el detalle de un tablero como si fuera una pintura de Klimt.
Más que una marca, Isdera fue una convicción. La de que el auto puede ser arte, puede ser pasión, puede ser una extensión de la identidad. La de que no todo tiene que medirse en ventas, followers o gigabytes. Que aún hay espacio -aunque sea mínimo- para la locura con sentido.
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