Hay objetos que no envejecen. No porque se conserven intactos, sino porque cada tanto renacen con nuevas formas, adaptadas a una época que nunca es la suya, pero que los necesita. La Slavia B de Škoda es uno de esos objetos: una motocicleta con alma de archivo y cuerpo de ciencia ficción, que viaja del siglo XIX a un futuro eléctrico, sin escalas, sin nostalgia forzada, sin pedir permiso.

Todo empezó con un boceto. Uno solo, suelto, a lápiz. Romain Bucaille -diseñador francés de Škoda Auto- necesitaba volver a sus raíces mecánicas. Y qué mejor excusa que una moto. Pero no cualquier moto: la Slavia B, la que Václav Laurin y Václav Klement, los fundadores de la marca checa, lanzaron en 1899 con apenas 1,75 caballos de fuerza, una correa plana en lugar de transmisión convencional, y la audacia de sobrevivir a la brutal París-Berlín de 1901. Aquella que terminó solo uno de los diez pilotos que largaron… y sí lo hizo en una Slavia B.
Antes de que Škoda fuera sinónimo de automóviles, fue Laurin & Klement. Y antes de los coches, fueron bicicletas y motos. La Slavia B fue una de las primeras en llevar el sello técnico de Laurin, cuyas ideas sobre estabilidad y maniobrabilidad pusieron a la marca checa en el radar europeo. Era un artefacto sencillo, pero no simple. Estaba diseñada con una lógica precisa: bastidor envolvente, motor protegido, sin caja de cambios, pero con pedales que ayudaban a impulsarla. Entre 1899 y 1904 se fabricaron 540 unidades.
Hoy, esa cifra suena insignificante. Pero para una industria en pañales, en un continente que apenas se animaba a motorizarse, fue una revolución silenciosa.
La reinterpretación de Romain Bucaille no busca replicar: explora. La nueva Slavia B es una «café racer futurista», como él mismo la define, filtrada por el lenguaje de diseño “Modern Solid” que Škoda promueve desde hace un par de años. El concepto apuesta por líneas nítidas, bordes filosos, superficies limpias y proporciones arquitectónicas. Todo muy contemporáneo, todo muy Škoda.

Y sin embargo, los guiños al pasado están ahí, como cicatrices voluntarias. El bastidor envuelve lo que ya no es un motor -porque el motor es eléctrico y está oculto-, pero el hueco queda, como un vacío lleno de sentido. El logotipo flota en ese espacio, suspendido como la memoria de una combustión extinta. Una línea vertical, casi quirúrgica, separa la parte delantera de la trasera, subrayando la osadía del diseño.
El asiento parece suspendido en el aire. Hay una bolsa de herramientas en cuero, integrada en el chasis, como si alguien fuera a lanzarse mañana mismo a una carrera de 1.200 kilómetros sin asistencia técnica. Y los faros, marcando identidad, son otra firma de esta era sólida, digital, modular, casi brutalista.

Škoda no eligió la Slavia B por capricho. Empezar esta serie de reinterpretaciones con una moto de 1899 no es una mirada hacia atrás, sino un punto de partida. En tiempos donde la electrificación borra huellas y el diseño digital disuelve las formas, rescatar el espíritu de los pioneros es más que una estrategia estética: es una necesidad cultural.
Lo que sigue es una incógnita. Vendrán más íconos reinterpretados -quizás un Voiturette, quizá un Škoda 1100 OHC, tal vez un Favorit, quién sabe-, pero lo cierto es que esta Slavia B ya dejó una marca. No por su velocidad, que ahora es sólo conceptual. Ni por su potencia, que se intuye pero no se mide. Sino porque en ella el tiempo se pliega: 1899 y 2025 se cruzan en una línea de diseño.
Un diseño que no revive el pasado, lo reescribe. Como debe ser.
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