Hay muertes que detienen el tiempo. Que lo encapsulan. No por lo absurdo del final, sino por la magnitud de lo que se estaba gestando antes de que todo se rompa. La de Jim Clark fue una de ellas. Fue el corte brusco de una sinfonía que ya se perfilaba como obra maestra. No se trataba sólo del piloto más veloz de su época, sino de un hombre que se encaminaba, sin titubeos, a arrebatarle el pedestal histórico a Juan Manuel Fangio, con la misma elegancia serena con la que arreaba ovejas en los campos de Edington Mains.

Jim Clark
El granjero que conquistó el mundo. Jim Clark, en su Edington Mains natal, mezclando tradición escocesa y pasión por la velocidad.

El 7 de abril de 1968, un domingo opaco en Hockenheim, Alemania, una curva maldita lo escupió de su Lotus 48 en una carrera de Fórmula 2. No hubo cámaras, ni testigos claros. Sólo el estremecimiento sordo que se propaga cuando algo verdaderamente grande desaparece. Y la certeza, ahora sí irreversible, de que aquel escocés ya no completaría la faena. El récord de Fangio -cinco títulos mundiales- quedaba, por obra del destino, a salvo.

James Clark Jr. nació el 4 de marzo de 1936 en Kilmany, Escocia. Un hijo de la tierra, un granjero que soñaba con caballos de acero. No parecía tener pasta de estrella, ni buscaba serlo. Tenía algo más subversivo: talento sin pretensión. Un talento que, para desgracia de sus rivales, era devastador. En una época en la que la Fórmula 1 era ruleta rusa, Clark corría como si cada milésima fuera una oración silenciosa que lo conectaba con algo místico.

Jim Clark
Socios en la gloria: Jim Clark y Colin Chapman celebran uno de tantos triunfos con Lotus.

Debutó en la F.1 en 1960 y, desde entonces, cambió las reglas no escritas del pilotaje. En apenas 72 Grandes Premios, ganó 25 -más de un tercio- y logró 33 pole positions. Nunca hubo otro con semejante eficacia. Se convirtió en el amo del fin de semana completo, y prueba de ello son sus ocho Grand Slams (pole, victoria, vuelta rápida y liderazgo total), una cifra que aún hoy resiste los embates de mitos modernos con cientos de carreras en la espalda.

Su comunión con Colin Chapman, el genio detrás de Lotus, fue una alquimia única. Chapman, obsesionado con la ligereza extrema, necesitaba un piloto que entendiera los caprichos casi suicidas de sus creaciones. Clark fue más que eso. Fue un intérprete ideal. Donde otros veían un auto nervioso e inestable, él encontraba poesía en el derrape.

La temporada de 1965 fue mágica. Su capítulo inmortal. El calendario se transformó en una colección de trofeos, y él los fue guardando con la misma expresión con la que se lava la cara por las mañanas. Ganó seis de las diez carreras del Mundial de F.1 y se coronó bicampeón con una ventaja de otro planeta. En paralelo, conquistó las 500 Millas de Indianápolis con un Lotus 38 de motor trasero, una revolución técnica que cambió la historia de la mítica ovalada estadounidense.

Jim Clark
Puro equilibrio. Jim Clark sobre un Lotus de Fórmula 1, en plena danza con la velocidad.
Foto: LAT Photographic.

Fue el primer piloto en ganar el Mundial de F.1 y las 500 Millas de Indianápolis en la misma temporada. Nadie lo repitió. Y nadie lo hará, porque los tiempos se bifurcaron. Aquel 1965 sigue siendo, sesenta años después, una proeza sin equivalente: también se llevó la Tasman Series en Oceanía, el Campeonato Francés y el Británico de F.2, además de ganar en turismos y prototipos. Si existía una carrera, Clark la corría. Si la corría, ganaba.

El 19 de abril de ese mismo año, firmó el cierre perfecto en Goodwood, ganando tres carreras en un solo día: F.1, turismos con un Lotus Cortina y prototipos con un Lotus 30. Compartió el récord de vuelta con Jackie Stewart en lo que fue la última carrera de F.1 oficial en ese circuito. Ese tiempo nunca fue superado. Es, literalmente, un récord eterno. Como su aura.

Lejos de los flashes, Clark volvía siempre al campo. Su vida pública era un borrador sin tachaduras, un mapa sin ostentación. Conducía un tractor con la misma serenidad con la que sobrepasaba a Graham Hill en Mónaco. Su granja, en el corazón de los Scottish Borders, era el refugio. Edington Mains no era solo su hogar: era el contrapeso que evitaba que el vértigo lo devorara. Desde allí partía hacia los templos del asfalto, y allí regresaba con la misma ropa de trabajo, como si nada. Hasta que la muerte le ganó una carrera. Una que no estaba en el calendario…

Jim Clark
Una imagen para la eternidad. Clark, Chapman y el equipo Lotus celebran en Indianápolis 1965. Foto: LAT Photographic/Dave Friedman.

El accidente de Hockenheim fue como un susurro trágico en medio del rugido de motores. Tenía 32 años. El asombro fue inmediato, y el duelo, largo. Graham Hill no pudo contener las lágrimas. Stewart perdió a un hermano. Chapman quedó desarmado. En su lápida se lee: “Farmer and World Champion Motor Racing Driver” (Granjero y campeón mundial de automovilismo). No hay pompa, solo verdad. Como era él.

Porque Jim Clark no era un personaje. No buscaba el aplauso. Y sin embargo, lo consiguió. Fue tapa de Time, fue admirado por los yankees más duros de Indianápolis, por los puristas británicos, por los tifosi que aún creían que la pasión roja lo podía todo. Y lo sigue siendo.

Jim Clark,
Una sonrisa tímida que escondía la furia del talento. Jim Clark, el hombre que hacía parecer fácil lo imposible.

Lo más inquietante de su historia es lo que no llegó a pasar. En 1968, Jim Clark no era solo el piloto más completo del planeta: era el que iba a ir por el trono. Fangio, con cinco títulos, seguía arriba. Pero Jimmy tenía dos en solo seis años de F.1 y estaba en la plenitud. Con Chapman al mando y una F.1 que se transformaba en laboratorio, todo parecía dispuesto para que lo superara. Los números proyectaban esa posibilidad con claridad. La curva alemana borró esa estadística con violencia. Pero no pudo con la leyenda.

Hoy, en las discusiones que buscan elegir al mejor de todos los tiempos, su nombre sigue apareciendo. Pese a la brevedad de su carrera. Pese a las nuevas generaciones. Porque hay algo que las cifras no pueden explicar. Un tipo que dominaba un Lotus con 150 caballos más de los que su chasis podía tolerar. Que flotaba sobre el asfalto. Que hablaba con las manos y los pies, nunca con la boca. Que podía ganar en Mónaco y después arreglar el alambre de un portón.

Jim Clark no murió como un mito: murió siendo uno. Y eso, justamente, lo hace eterno.

 

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